Distinto hubiese sido si hubiésemos tenido más contacto visual.
En aquellos tiempos todo era diferente, el aire no era tan espeso y las criaturas no tenían malicia dentro.
Yo era diminuta y tenía alas naranjas; era fuerte, ágil y casi invisible.
Los pequeños volaban por doquier y libremente: no había porqué preocuparse. Su cita era a la temprana tarde frente al hogar del par de ancianitos que premiaba con dulces a quienes les contase cuentos.
Frente a su morada, se jactaba erecta una enorme construcción de orígenes desconocidos; uno de los pasatiempos de los lugareños era precisamente especular sobre la misma, aquella torre gigantesca inhabitada que parecía indicios de conquista frustrada.
Fue por aquel entonces que comenzaron a volar también las mariposas y las abejas, ahora que el cielo era propiedad de todos. Eso nos molestó en un principio, pero luego nos acostumbramos a otros seres y especies, el firmamento podía ser compartido. ¿Dónde se ha visto, después de todo, que haya peleas por cielos, tierras o mares? Absurdo.
Me vino a ver un hada cierta tarde. Noté su preocupación en el crepitar de sus alas -bajo circunstancias normales, las alas no producen ningún tipo de sonido. Me lo dijo todo y ahora compartía su amargura y consternación. Fuimos donde los centauros y se lo contamos a ellos también. Asimismo advertimos a las sirenas y a los pegasos. Toda criatura fue informada.
Aparecieron entonces los hombres. Sabíamos de ellos, estaban ya por casi toda la Tierra, ¿pero en la nuestra? No tenía nada que fuese atractivo para ellos, ni siquiera había espacio para sus casas, era todo bosque y ríos... ya los imaginábamos construyendo sobre algún roble frondoso.
No temíamos a los humanos. Había numerosas fábulas acerca de ellos. Se decía que eran fuertes, que creían en dioses y los alababan con amor y recelo. De hecho sentíamos cierta curiosidad sana: por primera vez compartiríamos espacio físico con la muerte. Nada moría en el principio. Nada excepto los humanos.
Nosotros –la fauna y la flora- envejecíamos como señal de sabiduría, no por cercanía a la muerte. La vejez era directamente proporcional a la sapiencia y en algunos privilegiados casos, a la omnisciencia.
Recuerdo el primero que llegó. Zumbé en su oído, miró hacia todos lados, extrañado, pero no me vio. Sus grandes ojos eran del mismo color de nuestro cielo y sus cabellos eran oscuros como las semillas de las manzanas. Zumbé y zumbé en su oído toda la tarde. Por momentos sonreía y a veces se asustaba. Yo me divertía y al final de la tarde me tumbé sobre un pétalo. Mi cuerpo entero se estremeció y mi corazón vibró como nunca lo había hecho.
Fueron llegando los otros, y con ellos, nuestros problemas. Algunas de nuestras preguntas, lamentablemente, nos fueron contestadas. Los árboles fueron cortados y con su madera construían sus casas. Pena nos dio sobre todo cuando cortaron el árbol de las libélulas... y aquella megaconstrucción era el lugar donde se reunían a adorar a su dios una vez cada seis días. No entendíamos porqué si adoraban a dios lo hacían en un lugar determinado y sólo un día en particular. Creíamos que de haber dioses, era bueno adorarlos siempre y en todas partes. De todas formas, esa cuestión no nos preocupó demasiado.
Los humanos habían inventado un sistema para organizarse y para calcular, de alguna manera, su proximidad a la muerte. Era así: a un conjunto de siete días, se lo llamaba semana. En un día, agrupaban veinticuatro horas. Un mes se constituía de cuatro grupos de siete días aproximadamente y los meses, a su vez, cuando eran doce, formaban un año. Y eso era el tiempo. Más o menos. Cuando pasaba determinada cantidad de años, era común que los hombres se muriesen.
También morían por otras causas. Sus organismos eran débiles y usualmente padecían de dolencias.
Por mi parte, me ocupé bastante de continuar zumbando en el oído del humano al que el resto llamaba Juan. Quise tanto que uno de sus hombros fuese mi morada, mi hogar... A nadie se lo dije, pero por momentos anhelé con todas mis fuerzas ser humana, para que pudiese verme y tocarme.
Para la mayoría de los hombres, éramos invisibles. No nos querían ver, supongo. Existíamos para ellos, pero en calidad de insectos.
Sin embargo, no todo era tan malo. Para los niños humanos sí estábamos ahí, querían vernos y creían en nosotros como los adultos creían en su dios. A escondidas de sus padres, nos llevaban frutos y dulces que jamás habíamos probado, ni siquiera visto. Aquel que derivaba del cacao era el más delicioso.
Los más grandes de nosotros huyeron a lo más alto del bosque, las sirenas fueron extremadamente cautelosas y los pegasos no se atrevieron a volar nuevamente. Es que comprendimos casi instantáneamente que los humanos tienen un tremendo temor, pavor, fobia, pánico a lo desconocido y nadie actúa en sus cabales cuando tiene miedo: es un sentimiento muy poco confiable.
Juan no era anciano, pero tampoco niño, por lo tanto no me llevó jamás frutos ni trozos de exquisito chocolate. Por esa misma razón creo yo que tampoco me veía, sólo me escuchaba cuando lo seguía al bosque –donde se sentaba sobre las rocas del acantilado a escribir, justo al lado del río- y zumbaba para él.
Yo podía leer sus papeles... Escribía de amor, de pasión y de locura. Y entonces me preguntaba si estaba enamorado. ¿Estaría tan enamorado Juan de alguien como yo de él? ¿Era su amor correspondido? Escurría mis sesos tratando de contestar mis interrogantes, pero nunca lo vi con ninguna de las jóvenes del incipiente pueblo humano. Y eso me consolaba muchísimo a pesar de saber que no tenía chances con él.
Gracias especialmente a los niños, jamás odiamos a los humanos. Ellos nos escuchaban, contaban y enseñaban cosas, nos leían sus libros que contenían textos de las ciencias del hombre.
Úrsula era extrovertida y muy inteligente. El día que nos hicimos amigas me convidó con pastel de chocolate: otra variante más de aquel manjar. Acababa de cumplir siete años y su madre le había preparado ese enorme pastel.
Después de meditarlo mucho tiempo, decidí contarle a Úrsula mi secreto. Mis sentimientos hacia Juan eran tan ridículos que los míos se reirían de mí.
Me explicó que Juan era el hijo de un señor muy importante para el pueblo, que tenía veinticinco años y que era artista. “Escribe, pinta y hace esculturas”- me dijo. Úrsula me hizo saber lo que yo intentaba descifrar pero negaba: Juan sí estaba enamorado, de una joven que vivía en otro pueblo. A ella dedicaba sus poemas, sus pinturas y esculturas; a Ana, según expresó mi confidente.
Compartíamos con Juan, sin embargo, el dolor de no poder vivir el amor como merece ser vivido. Los padres de Ana no querían que su hija se casase con un artista, y le prohibieron verlo.
Continué siguiendo a Juan al acantilado, pero ya sin zumbar. En silencio absoluto me sentaba en su hombro y reparaba en su respiración, en su aliento, en la suavidad de sus cabellos.
Úrsula me contó cómo su padre insistía en que olvidase a Ana y conociese a alguien más. Yo entendía su negación, su impotencia, su imposibilidad de olvidar a quien tanto amaba.
Dejé entonces de hablar a Juan, de zumbar para Juan y de seguirlo al acantilado. No volví a espiar sus poesías ni sus retratos ni sus esculturas. Pretendí que no existía y huí yo también con los centauros y pegasos. No volví a ver comer chocolate, ni a escuchar los libros que los niños leían y no frecuenté más a Úrsula.
En el bosque me hospedé con unas ardillas que me enseñaron a diferenciar las nueces buenas de las malas, y, aunque puedo volar, me indicaron que era imperioso aprender a trepar árboles rápida y efectivamente.
Por las tardes, le contaba a todas las criaturas sobre las ciencias del hombre; y todos se fascinaban tanto como yo.
Una mañana me topé con una joven cubierta en barro que lloraba bajo un duraznero. Al acercarme, vi que era Ana y supe que sus lágrimas eran por Juan, mi Juan.
Tuve que ser sensata y trascender a mis emociones, ignorándolas por completo: debía avisarle a Juan cuán cerca estaba Ana del pueblo para que así pudiesen verse. La joven probablemente estaba perdida.
Volé hasta el pueblo tan velozmente que llegué exhausta. No tardé en encontrar a Juan, estaba donde siempre: en el acantilado. Efectivamente allí se encontraba, pero no cómo lo recordaba. No tenía papeles ni lienzos y hablaba sólo, sollozando y caminando de un lado hacia otro. Gemía claramente “¿por qué te casas, amor? Sé que no lo amas. No lo amas. ¡¡No lo amas!!” Me le acerqué y grité “Ana está cerca, escapó, vino por ti, sígueme”. Su llanto era cada vez más desesperado y fuerte, no podía oír mis palabras. Volé alrededor de su cabeza exclamando lo mismo mientras él se movía bruscamente repitiendo “no lo amas, no lo amas”.
Juan se arrodilló y lloró por largo rato, mientras yo reiteraba mis palabras sin éxito.
Violentamente se puso de pie “¿qué es este zumbido? ¡Me vuelve loco! ¿qué es lo que tanto zumba?” Juan corrió y abruptamente se lanzó al río.
Fui testigo de todo: de cómo sonó su cuerpo al río, de cuánto le costó respirar y cómo finalmente se hundió y ahogó. Vi su cadáver flotar.
Ese fue mi primer contacto con la muerte, y yo la causé. Quizás si no hubiese zumbado tanto él seguiría aquí y tal vez... tal vez se hubiese encontrado con Ana.
Desearía ser mortal yo también y ahogar mis culpas en el río, tal como se ahogó Juan por mi aleteo molesto.
Jamás volví a saber del resto de las criaturas. Quiero imaginarme que están bien y siguen recibiendo frutos y chocolate de manos de los niños.
Aquí en mi burbuja vivo en la obnubilación total que causan los recuerdos tristes y la culpa. Ya no tengo inocencia dentro mío: ahora siento la malicia apoderándose también de mí.
Y fue esa la época en que el aire comenzó a volverse cada día más espeso y hoy, para mí, hasta los hombres parecen buenos.
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