martes, 16 de febrero de 2016

Cuando odiar está bien: la rubia de Rombai.

El hilo más fino de la hipocresía es - si no es que todos sus hipotéticos hilos son, en efecto, finos - ver cómo quienes dicen que odiar está mal y lo correcto es, por supuesto, tolerar; odian sin tolerancia alguna a la rubia de Rombai o a Victoria Rodríguez. Y ese odio, que se desparrama ''valientemente'' por cuanta red social haya, de repente, está copado. Recibe aplausos. Retweets. Se comparte y comenta. Para algunas personas, odiar estar está mal, salvo en muchísimas excepciones.

Aparentemente - sepan disculpar mi ingenuidad, les ruego - si el odiado es la persona correcta, odiar es cool.  Más aún: si se odia en masa, entonces odiar es loable. Como el nazismo, pero sin esvástica. O el bullying, pero sin matón. O, me corrijo, donde el matón son todos por igual. Y si es por igual, seguro debe estar bueno. Porque la igualdad, así sea en el odio, está buena.

El problema de mis anteriores párrafos es que están en sarcasmo avanzado. Porque no, gente, odiar no está bien. Envenenar no está bien. Tirar excremento al otro sólo porque tengo una herramienta que me permite hacerlo (¡y en público!) no le da al odio un ápice de magnanimidad. Recibir muchos ''likes'' por defenestrar a una persona cuyas acciones no me perjudican en absolutamente nada no eleva al odio al nivel de virtud. El odio, por compartido que sea, es siempre condenable. Es, fue y será un sentimiento vil que debemos evitar.

¿Por qué nos cuesta tanto ser las personas que queremos o, peor aún, decimos ser? ¿Qué se siente mirarse al espejo y ver a alguien que es popular por diez minutos en una red social (ah, volvió el sarcasmo) por lanzar dardos a la víctima de moda? ¿Es una especie de placer? ¿Qué es?

No te equivoques: no te quito tu libertad ni tu opinión. Podés, sí, pensar lo que quieras y manifestarlo. Pero la libertad, al final del día, no hacer lo que uno quiera. La libertad requiere sí o sí de responsabilidad, y lanzar mierda es un acto de irresponsabilidad, por lo tanto, este acto es un mero capricho - no libertad.

Muchos músicos del medio uruguayo se han ensañado con la rubia de Rombai y los... ¿cuatro? ¿cinco? que están detrás. Hablo de músicos grosos, de primer nivel. Ni siquiera aclararé que están en todo su derecho de hacerlo (leer párrafo anterior) ¿Pero saben lo que pasa? Que si Zakk Wylde conociese a Rombai, no entraría en esa. Ni Darryl Jones. Ni Jeff Beck. Ni Jimmy Page. Ni Ray Charles ni Muddy Waters de estar vivos. ¿Por qué? Simple: Rombai no les quita nada. Ni les saca comida de la boca ni gente de sus shows.
Los grandes músicos uruguayos que forman parte del... ¿movimiento anti-Rombai? se olvidan de algo. Sí, ellos son libres de expresar su opinión. Pero el público también es libre, y el público elige cada segundo. Y no se pueden enojar con el público por no elegirlos a ellos.

En 2014 publiqué mi primer y hasta el momento único libro, ''La cabeza de Dios''. No ando por la vida burlándome de los lectores de ''50 sombras'' o de cualquier cosa que Paulo Coelho haya escrito (o escribirá). ¿Me gustan? No. Para nada. Y ahí termino mi historia. Ahora bien ¿agarrar de punto al público, vilipendiarlo, tratarlo de estúpido y, como si fuese poco, llorar como adolescente porque de la nada apareció alguien más popular? No.  No es la mía. Ni Coelho ni la de ''50 sombras'' son culpables de que yo no venda más libros.


La rubia de Rombai no sabe cantar - y probablemente jamás aprenda. Victoria Rodríguez es, de a momentos, muy... Victoria Rodríguez, todos sabemos eso.  Kanye West es un ser humano que, precisamente como humano, deja mucho que desear; al igual que su esposa y todo ese clan que son las o los Kardashian y lo que sea que hagan. ¿Y saben qué hago yo con respecto a mi ''no gusto'' por ellos y otros tantos?
El concepto es muy innovador y un tanto pretencioso de mi parte pero lean bien: no los consumo. Ya está.

¡Seré loca!


martes, 9 de febrero de 2016

Serendipia prematura.

Había sido una noche como tantas, como las de años atrás. Ella caminaba concentrada en mantener el equilibrio -se sabe que no siempre es fácil - y no miró hacia atrás ni por un instante. Estaba perdida, sí, pero no particularmente perdida.

Había, sin embargo, un problema: no sabía tampoco hacia dónde iba. Y, si no hubiese sido porque un chico se lo preguntó, probablemente no se habría dado cuenta sino hasta el mediodía. Se sentó, como pudo, en el cordón de la vereda. Eran como las siete de la mañana o a las nueve y media pero seguramente no era mediodía aún. Muchos borrachos en la calle, muchos con los que probablemente habló, o, quién sabe, mejor no saberlo.

Fumó y se quitó los zapatos. Sacó de su cartera objetos definitivamente no suyos, pero a esas alturas, tampoco ajenos. Un labial, un colgante y tapas de botellas de cervezas importadas. Pensó en todo lo que estaba bien en el mundo y en todo lo que estaba mal, pues habría cosas que siempre estarían mal y nadie podría hacer nada para cambiar esas cosas; como los malos olores o los sonidos muy fuertes. O como esa gente, por ejemplo, que te habla antes de que desayunes ¿por qué alguien haría eso? ''Un 'buenos días' da y sobra'' se dijo, o quizás lo dijo, así, para toda la calle, porque para un borracho pensar y hablar son la misma cosa.

La otra gente - que era muy poca y también estaba borracha- la miraba extrañada a veces, pero ella los ignoraba. La gente siempre mira pero nunca ve. Ella sabía eso y lo sabía bien, ella era una de esas ciegas a voluntad. Pensó en qué haría mañana u hoy (para los borrachos, ''mañana'' y ''hoy'' son el mismo punto en el tiempo) y quiso irse a la costa o al campo o al extranjero. ¡Hacía tiempo ya que no iba a Uruguay! ¿Por qué? No lo sabía muy bien, quizás por los sonidos muy fuertes, o la gente que siempre habla mucho antes del desayuno. Pero mañana, o tal vez incluso hoy, volvería; al menos por un fin de semana. No. El fin de semana había terminado. Bueno, iría.


Se preguntó también si habría dormido con alguien, pero acá todo se hacía demasiado confuso. Creyó llorar pero descartó la idea casi de inmediato, fingiendo una sonrisa para ganarle de mano a cualquier otra emoción. ''La cosa es mentirse a uno mismo'' se dijo.


Recorrió todo con la vista: los contenedores desbordados, la mierda de las palomas en los parabrisas, y hasta vio a las palomas pecando. Todo era borroso. La fuente, los árboles. El olor del puerto. Pensó en Diego ¿había salido con Diego esa noche? No, seguramente no. Pero quizás lo vio en alguno de los bares, o se confundió, porque Diego no tenía nada que los demás no tuviesen. Admitía ser incapaz de reconocerlo en una multitud. Y era cierto.

Estaba débil y con frío. Se abrazó a sí misma, casi con el mismo asco con el que cualquier persona que la había abrazado hasta entonces había sentido. Y ahí, sí, recién en ese momento, se percató de la sangre, de la herida de bala en el hombro. Supuso que era una bala, echando por tierra la posibilidad de un cañón o una granada. Río. Ella siempre se hacía reír y llorar, podía despegarse de cualquier circunstancia para hacerse un chiste. O para el flagelo. ¡Ella podía hacer tantas cosas! ¿Cómo nadie se daba cuenta?

Ya casi se desvanecía y le urgió buscar un último pensamiento. Revolvió toda su cabeza, algo debía haber. No quería irse con el mal chiste de las granadas y los cañones. No quiso tampoco pensar en su hijo porque se pondría triste y ella quería irse feliz, con una sonrisa.
Allá, en la cárcel, en la ''tumba'', había habido algo bueno: Melisa.

Y se tumbó a pensar en Melisa, así, tranquila, despacio, muy lento, toda Melisa. Pero Melisa se fue y no dijo adiós. Se fue y no dio motivos. Se fue después de haberla quemado con una plancha de esas de antes. Y así, llorando, dejó de pensar.