martes, 9 de febrero de 2016

Serendipia prematura.

Había sido una noche como tantas, como las de años atrás. Ella caminaba concentrada en mantener el equilibrio -se sabe que no siempre es fácil - y no miró hacia atrás ni por un instante. Estaba perdida, sí, pero no particularmente perdida.

Había, sin embargo, un problema: no sabía tampoco hacia dónde iba. Y, si no hubiese sido porque un chico se lo preguntó, probablemente no se habría dado cuenta sino hasta el mediodía. Se sentó, como pudo, en el cordón de la vereda. Eran como las siete de la mañana o a las nueve y media pero seguramente no era mediodía aún. Muchos borrachos en la calle, muchos con los que probablemente habló, o, quién sabe, mejor no saberlo.

Fumó y se quitó los zapatos. Sacó de su cartera objetos definitivamente no suyos, pero a esas alturas, tampoco ajenos. Un labial, un colgante y tapas de botellas de cervezas importadas. Pensó en todo lo que estaba bien en el mundo y en todo lo que estaba mal, pues habría cosas que siempre estarían mal y nadie podría hacer nada para cambiar esas cosas; como los malos olores o los sonidos muy fuertes. O como esa gente, por ejemplo, que te habla antes de que desayunes ¿por qué alguien haría eso? ''Un 'buenos días' da y sobra'' se dijo, o quizás lo dijo, así, para toda la calle, porque para un borracho pensar y hablar son la misma cosa.

La otra gente - que era muy poca y también estaba borracha- la miraba extrañada a veces, pero ella los ignoraba. La gente siempre mira pero nunca ve. Ella sabía eso y lo sabía bien, ella era una de esas ciegas a voluntad. Pensó en qué haría mañana u hoy (para los borrachos, ''mañana'' y ''hoy'' son el mismo punto en el tiempo) y quiso irse a la costa o al campo o al extranjero. ¡Hacía tiempo ya que no iba a Uruguay! ¿Por qué? No lo sabía muy bien, quizás por los sonidos muy fuertes, o la gente que siempre habla mucho antes del desayuno. Pero mañana, o tal vez incluso hoy, volvería; al menos por un fin de semana. No. El fin de semana había terminado. Bueno, iría.


Se preguntó también si habría dormido con alguien, pero acá todo se hacía demasiado confuso. Creyó llorar pero descartó la idea casi de inmediato, fingiendo una sonrisa para ganarle de mano a cualquier otra emoción. ''La cosa es mentirse a uno mismo'' se dijo.


Recorrió todo con la vista: los contenedores desbordados, la mierda de las palomas en los parabrisas, y hasta vio a las palomas pecando. Todo era borroso. La fuente, los árboles. El olor del puerto. Pensó en Diego ¿había salido con Diego esa noche? No, seguramente no. Pero quizás lo vio en alguno de los bares, o se confundió, porque Diego no tenía nada que los demás no tuviesen. Admitía ser incapaz de reconocerlo en una multitud. Y era cierto.

Estaba débil y con frío. Se abrazó a sí misma, casi con el mismo asco con el que cualquier persona que la había abrazado hasta entonces había sentido. Y ahí, sí, recién en ese momento, se percató de la sangre, de la herida de bala en el hombro. Supuso que era una bala, echando por tierra la posibilidad de un cañón o una granada. Río. Ella siempre se hacía reír y llorar, podía despegarse de cualquier circunstancia para hacerse un chiste. O para el flagelo. ¡Ella podía hacer tantas cosas! ¿Cómo nadie se daba cuenta?

Ya casi se desvanecía y le urgió buscar un último pensamiento. Revolvió toda su cabeza, algo debía haber. No quería irse con el mal chiste de las granadas y los cañones. No quiso tampoco pensar en su hijo porque se pondría triste y ella quería irse feliz, con una sonrisa.
Allá, en la cárcel, en la ''tumba'', había habido algo bueno: Melisa.

Y se tumbó a pensar en Melisa, así, tranquila, despacio, muy lento, toda Melisa. Pero Melisa se fue y no dijo adiós. Se fue y no dio motivos. Se fue después de haberla quemado con una plancha de esas de antes. Y así, llorando, dejó de pensar.



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