Decidió llorar y se encerró en sí misma, como tantas otras veces. Ella nunca llora, ella siempre ríe, ella siempre está ahí por el mundo, y en el mundo sus fiestas y el licor. Siempre. Siempre la noche y la luna; las estrellas: en ella.
Quiso gritar y ya no tenía voz ni había en su tierra oídos para escucharla.
Quiso memoria para recordar sus sueños de libertad.
El mundo alguna vez le había pertenecido; o así lo creyó en determinado momento: las olas del mar, los árboles, las rocas y las calles. Todo de ella, para ella y por ella. Porque desde ella, desde su ombligo, el universo había sido y en su vientre se habían gestado el tiempo y el espacio.
Cerró los ojos. Cayó la primera lágrima, precioso líquido que contenía nombres, hombres, lugares y situaciones de infamia.
Selló sus labios luego; no sin antes soltar el último suspiro que el desamor le arrancaría: la nada, la misma nada de todos sus poemas que nadie entendía. Porque nunca nadie la supo leer. Nunca nadie; nunca nadie.
Abrió las palmas de sus manos y señaló con los dedos la dirección desde la que venía el mal, la negatividad, la crueldad, el vacío y la muerte.
Quiso volver en el tiempo; o atravesarlo; o cruzarlo; o saltarlo; o matarlo. Quiso todo menos un hoy.
Quiso ser quien siempre ha pretendido ser: ese disfraz que los ingenuos compran y que los visionarios no logran descifrar.
Se enterró en el fango; sólo con su voluntad le fue suficiente. Ningún movimiento fue necesario: sólo el deseo. Ese deseo que tantas veces pudo haber acabado con ella, finalmente lograba su cometido.
Moría: moría lentamente. Moría tristemente. Moría porque sí, porque era mortal y morir es algo que sucede a los de esa condición. Moría, hay que decirlo, solemnemente. Elegantemente.
Vio muchos rostros allí dentro: rostros que reían, felices: ¡por fin moría!
Moría la libertina; y por un instante creyó en otras vidas, en otras oportunidades, en el más allá.
Moría ella: la libertina. Y por unos segundos, quiso creer en dios.
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