A su lado se había sentado un señor de unos cincuenta años, semi – canoso, con arrugas aún por estrenar. Callado hasta el punto de la antipatía, no hacía más que leer policiales baratos, de esos que uno compra en los kioskos de las terminales.
Todos en el ómnibus parecían tener un propósito – el cincuentón incluido. A ellos se les notaba en sus rostros, en sus gestos, en sus posturas, en sus maletas y en sus tonos de voz que estaban yendo a algún lugar. Diana los había observado uno por uno; y si había un patrón que se repetía entre los pasajeros era ese: tenían un motivo en su destino.
Sintió unas repentinas ganas de masturbarse. No había persona ni idea en su mente que la hubiese excitado, pero tenía imperiosa necesidad de obedecer al placer más obvio. Pidió permiso al cincuentón -quién estaba sentado del lado del pasillo – y se dispuso a recorrer el mismo hasta el baño. El ómnibus se tambaleaba y ésto entorpecía su caminar, pero aumentaba su impulso carnal.
Un niño interrumpió sus pasos. Le preguntó si no sentía vergüenza de estar desnuda en medio del ómnibus. Diana rió cómplice del chiste y continuó ansiosa su camino al baño que, a causa de la interrupción de aquel niño de pupilas dilatadas, había sido ocupado por una señora gorda y más avejentada que vieja. Esperó en el pasillo enroscando un mechón de rubia cabellera alrededor de su índice izquierdo.
Era invisible. Usaba lentes oscuros, enormes y setentosos; una larga bufanda verde que llegaba a sus rodillas y un tapado con diseño escocés que descubría unos jeans gastados y unas botas tejanas.
La gorda salió con cara de paz y confort. Cuando Diana finalmente entró al baño, se hizo evidente que había defecado. Desprendió los metálicos botones de los jeans casi enojada, metió su mano derecha bajo su bombacha y buscó su clítoris, al que agitó despechadamente por unos segundos. Nada. Ese incipiente apéndice de carne ni siquiera estaba húmedo. Se lavó las manos y otra vez se enfrentó al vacío del pasillo en movimiento.
Pasó por al lado del niño como pasaba de todo: jugando a ignorar. Cuando éste dio una carcajada, Diana volteó a mirarlo. El niño le devolvió una mirada fría, adulta y seca. Con su manita lánguida, señaló al cincuentón, que se había dormido y un hilo de saliva colgaba de su boca abierta.
Diana se sentó violentamente, como queriendo despertar a su compañero de asiento. Se sentía frustrada, frígida e inanimada. Todo seguía siendo una sensación absurda: el viaje, el niño, el cincuentón, el deseo muerto, la vieja gorda, Adrián, Santiago, Montevideo, el bus, la carretera, la noche, la lluvia.
Había conocido a Adrián hacía tres años en un recital de Charly García en Santiago. Por los siguientes dos años llevaron un noviazgo sólido y sincero; al menos hasta que Noelia se convirtió en ángulo de un involuntario y sórdido triángulo amoroso.
Diana no recuerda, sin embargo, cómo conoció a Noelia; cuándo la vio por primera vez o cuándo fue su primer beso. Claramente recordaba el último: en Punta del Diablo, el pasado verano, tras una fuerte discusión que terminó en llantos y bofetadas. Después de un año en Santiago, había vuelto a Uruguay sólo por ella.
La luz del Sol atravesó el vidrio de la ventana de Diana como una daga, despertándola abruptamente. Suspiró. Ansiaba llegar a La Montaña; el lugar que más la ubicaba en el mundo. Una infantil voz le preguntó si no se lavaría la cara. El niño estaba sentado a su lado, jugando con un tiranosaurio rex de plástico.
- ¿Vos no tenés mamá? – dijo Diana, sofocada.
- Sí. Y ella me dice que cuando me levanto me tengo que lavar la cara y los dientes.
- Acá, en el ómnibus, ¿no tenés mamá? – insistió, indudablemente molesta.
- No. Viajo solo. Mi papá vive en Santiago. Yo ya puedo viajar solo. No como vos…
- ¿Qué decís? A ver, contame… - Diana se incorporó con interés y resignación.
- Mi mamá vive en Montevideo. Mi papá en Santiago. Están separados. Pero yo puedo viajar cuando quiero. Este viaje lo hice un montón de veces ya. Viajo a ver a mi papá o viajo a ver a mi mamá. Viajo mucho. Pero a vos se te nota que no viajas como yo.
- Yo viajo de otra manera, nene – dijo Diana, refunfuñando con ternura y sarcasmo.
- No. Vos no viajas. Vos te escondes. Detrás de los lentes. Detrás de la ropa. Detrás de la gente. En el baño.
- Pucha… ¿y cómo sabés todo eso? – Diana reía irónica y desafiante. ¿Repetís la letra de una canción? ¿El guión de una novela? Contame, a ver…
El niño entonces empezó a contar a la indiferente veinteañera cuánto la había observado. Cada palabra era un puñal de verdad para Diana. Era cierto: estaba demasiado abrigada teniendo en cuenta que era marzo. Era cierto: el cincuentón había querido comenzar conversaciones varias veces a lo largo del viaje, conversaciones de las que Diana siguió de largo. Era cierto: la vieja gorda le preguntó si usaría el baño, y en la ausencia de respuesta, se adelantó educadamente. Era cierto: no había probado bocado en casi veinticuatro horas.
Diana cayó en que se encaminaba a su no existir y esa decisión que había tomado estaba siendo materializada a una velocidad que ya no controlaba.
Comprendió repentinamente que sí, que todo para ella se había convertido en un submundo de sensaciones miserables paralelo; que excluía lo real: su amor por Noelia, su desprecio por Adrián, el haber tenido que elegir y que su elección derivase en frustración. Diana también se percató de que finalmente estaba llorando por todo lo sucedido, por el desprecio recibido, por su muerte espiritual.
Tras tanta catarsis, Diana sintió paz. Sentía como volvía lentamente al mundo onírico, esta vez acompañada de la música que le eran los suaves ronquidos de aquel niño extraño, rubio como el sol y ojos azules como el cielo sobre La Montaña.
Uno de los conductores anunció que estarían en Mendoza por unos veinte minutos antes de continuar con el tramo final. Diana apresuró su bajada, mochila al hombro, no sin antes besar en la mejilla a Nachito, que dormía profundamente abrazo a su t- rex plástico.
Desapareció en la multitud de la terminal mendocina. Decidió que llamaría a Noelia e intentaría enmendar lo que fuese enmendable. Decidió no correr a los brazos de Adrián por simple condescendencia. Decidió que almorzaría una carne riojana y partiría luego a Tunuyán, donde se quedaría por tiempo indeterminado. Decidió deshacerse de la .22 que llevaba consigo.
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