El oxígeno mismo me asfixiaba. Desde allí, desde donde yo estaba, te veía claramente, nítidamente. Miré tus pies y la maravillosa proporción armónica entre tus hombros y tu cintura. Te veía así, perfecto, como siempre fuiste - probablemente goces de un año o dos (máximo) de sublime y exquisita perfección.
Me aburrí y salí a fumar un pucho.
No me pareció indicio de nada en ese momento. Pedí fuego. Pensé en vos, en cómo y cuánto te había soñado, en ese deseo que sólo vos me transmitís, en tu aura, en tu divinidad laica - o pagana - en tu paso, en tu voz, en tu ritmo, en tus sonidos. Y así, de pensamiento en pensamiento, reposaron mis ojos en un cenicero desprolijo (aún afuera)
Vi el canto rodado. Muchas veces he pirado que en mi casa ideal debe haber una fuente rodeada de canto rodado.
Reparé luego en la gente, esa gente que siempre viste colores pastel o marrón o gris o negro. Y quise rojo, quise naranja, quise fucsia, quise flúor. Esa gente que se llama "María", o "Juan", o "Valeria", o "José", o "Natalia". Me fui entonces con posibles hijos futuros, y los llamé Dafne, Stefano y Filippa. A Filippa, por ejemplo, todos le diremos "Pippa" y seguramente sea mi descendencia con más carácter. Sería una verdadera cagada que tenga dos varones porque no tengo otro nombre en mente. "Luca" había sido siempre una opción pero hace unos años ya que está de moda, y mis hijos no serán ni representarán algo tan efímero como la moda.
Volví a la gente ¿será por eso que viste en colores pastel o marrón o gris o negro? ¿porque no están de moda? ¿o no están de moda porque la gente no los viste?
A lo lejos, el mar. Recordé entonces a Kalani, mi instructor de surf hawaiano imaginario. Sus palabras siempre han sido sabias, oportunas, precisas. Cuando uno se acopla a la ola, y es uno con ella, debe seguir siéndolo sobre todo si aparece un gran blanco. El tema es así: según Kalani (mi instructor de surf hawaiano imaginario) si el tiburón quiere comerte, pues venga que lo hará de todas formas. Si uno intenta nadar en estado de shock, sólo causará un bullicio que atraerá al gran blanco; acelerando así el proceso.
Pedí un café. El tráfico se ve entorpecido con el extraño funcionamiento de los semáforos. Desde acá, desde donde estoy, desde donde te veo sólo si tuerzo mi torso hacia la izquierda, el tráfico no se embotella, sino que hace movimientos de cha cha cha, y las bocinas son Bach y el smog es Chanel Nro 5.
Acá, en este lugar donde estoy ahora mismo, murió una vez un arco iris que nacía en el Teatro Solís. Nunca he podido sacarle buenas fotos al arco iris. Ni a la Luna. Y estoy segura que eso significa algo.
Apuré el café, que ya estaba tibio y apuré con él mis ganas en el sorbo infinito del placer. Algo moría en ese momento y no sabía qué. Si caminaba uno o dos o tres pasos a mi izquierda, quizás te podía ver. Aun te hubiese podido ver así, tan inmaculado, tan omnipotente. Quise decir tu nombre, pero me dio asco. Ni hablar de tu apellido.
Poco a poco muchas cosas me fueron claras, epifanías amorosas montevideanas: Pippa no podía ser tu hija. A Filippa no le sentaría bien tu apellido, que, oh, cruzó mi mente una vez más y me era evidente. Ya no serías el padre de Pippa, y eso cambió muchas cosas en algún lugar de mí.
Ahí estaba, en medio de la nada sin pucho ni café ni padre para Pippa. Me viste. Me miraste. Me sonreíste. Tus mandíbulas abiertas venían hacia mí. Y me quedé quieta, me acoplé de inmediato a la ola. Porque en estado de shock, no es aconsejable causar un bullicio.
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