Hay algo en él que me cautiva y no me deja ir; y no estoy muy segura siquiera de querer irme. Lo cierto es que no me despego de ese primer viernes en el que noté que sus ojos promocionaban un espacio finito y circense, que patrocina todos sus movimientos y verbos y muecas.
Somos todavía como niños, y quizá sea más fácil de adultos; cuando uno tiene las cosas claras y distingue un sí de un no, una llamada del silencio o una partida de una llegada.
No pude haber malinterpretado sus señales ¿o si? No sé hoy decir a ciencia cierta qué fue real y qué no; y si su aliento sólo forma parte de un anecdotario ridículo pues ya no quisiera hablar de nada, ni raptarme en la palabra injusta que me condena y me separa de mis ganas más obvias y evidentes.
Y acá lo tengo presente, en blanco y en negro y en todos los colores; en marquesinas y neones. Y no puedo evitar llorar.
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