Detrás de la cerca viva, y un poco hacia la derecha, cruzando el bajísimo portón de metal, una vez recorrida la callecita de adoquines que moría en su acera, estaba él, por supuesto.
Eran los primeros días de un verano, no importa cuál, y las finas texturas cubrían lo imprescindible. El viento movía mi vestido de bambula a su antojo, descubriendo mis muslos o colocando entre ellos la falda del mismo.
Imaginaba, sin extrañar, Montevideo. Intentaba adivinarlo como si nunca hubiese vivido allí, como si sólo hubiese visto alguna vez una foto y el resto bien podía ser un antojo mío. A mis pies estaba Londres, imponente, arrolladora, avasallante y de a momentos, tranquila.
A mi regreso de París, mi gran miedo era precisamente haber olvidado el camino a su casa, pero todo seguía intacto: mi memoria, las calles, el parque, la cerca viva, el portón de metal, la callecita de adoquines, su acera y su guarida - con otro portón de metal, pero alto e intimidante.
Otra vez, Montevideo. Pensaba dónde sería aquello que me rodeaba si estuviese en Montevideo. ¿Carrasco? ¿Prado? Podía ser el Prado inmediato a Millán o a Suárez, con clara intención de convertir al Botánico en ese parque londinense que acababa de cruzar.
Sí, Millán podía ser High Street Kensington, tan a la izquierda ahora de mí. Podía ser, pero evidentemente no lo era, como yo no era aquella que vivió en Montevideo.
Hacía ya tiempo que lo visitaba a diario, mis tardes en Londres eran ya suyas y, exceptuando aquel escape a París, volverían a serlo. Confieso que una vez caminando por la rue Dante, en un ataque de pesimismo onettiano, temí jamás volverlo a ver. Temí incluso que él no fuese real, o, pero aún, que lo fuese y me rechazase. Temí también que lo dejase de amar en el momento mismo en que por fin lo besase, momento tan lejano para mis ansias que fácilmente pude haber muerto de deseo.
Llegué nerviosa a su puerta. El viento seguía despeinándome e intentaba desnudarme sin tregua alguna. Vacilé mucho, más que las otras veces. Porque no era Montevideo ni París, pero en ese instante, bien podía Londres cambiarse de nombre. Ésta no era la historia de un lugar, sino la de un aquel veterano y una chiquilina encaprichada.
Inventé excusas, nombres, anécdotas, chistes. ¡Tenía que decirle algo, algo más rico que mi entorpecida verdad! Debía dejarle algo que no fuese simplemente mi cuerpo en su cama, o, quisiera yo, mis labios rozando sus labios arrugados, mi lengua en su boca, en su pecho con canas.
Como todas las tardes frente a su casa, no llamé a su puerta, como probablemente no llamaría al día siguiente, esperando triste que en realidad él me viese esta vez a mí, y él se enamorase, y él me siguiese, y él me descubriese, y él llamase a mi puerta, y él fuese a París para y con miedo de olvidarme, y que él, vencido por el amor y la lujuria, regresase.
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