jueves, 5 de septiembre de 2013

La madre

A la vuelta del hotel en el que se hospedaba Jorge, Constanza había instalado un puesto ambulante de flores. Hacía sólo dos meses se había dedicado exclusivamente a la venta de frutos rojos. Antes de eso, si la memoria no me falla, su negocio era la comercialización de colgantes de alpaca. Había incluso vendido pollitos, y siempre allí, en el mismo puesto ambulante. Lo cierto es que ahora era florista, y a Jorge le gustaba que fuese florista.

Jorge se sentía extraño en aquel Montevideo luego de su vida en Europa. No, no era europeo, en absoluto, pero lo cierto es que tampoco era uruguayo. De paso por Uruguay, y solamente por negocios, no tenía siquiera una casa a la que ir, viéndose obligado a morir en hoteles de dos o tres estrellas.
Este hotel en particular, sin embargo, se le antojaba pintoresco, parisino. Todo por Constanza, la ahora florista de ojos verdes.

Tan cautivado estaba Jorge por la florista que, siguiendo el consejo del recepcionista y dueño del hotel - a saber 'apurate antes de que se le dé por vender mates' - inventó una madre muerta. La madre de Jorge, Esmeralda, vivía a las afueras de París con su amante inglés, y ambos se dedicaban a la cría y venta de caballos, pero, a efectos de esta historia, Esmeralda estaría muerta y Jorge jamás pudo superar su partida. Tanto era así, que todos los días compraba flores a Constanza y las arrimaba, acongojado, a la inexistente tumba de su progenitora, allá por Cementerio Central.


A la tercera compra y conversación mediante, Jorge y Constanza quedaron en tomar un café al regreso del cementerio, con el debido respeto, claro está. Iniciaron pronto un fogoso romance, de esos que tienen los jóvenes y no cincuentones como Jorge - treinta años mayor que su cortejada, a todo ésto - pero Jorge jamás, ni un sólo día, dejó de comprar flores a Constanza. Nunca permitía que la florista le regalase un clavel, pagaba por cada flor, cada pétalo y cada espina. 'Que el amor es una cosa y los negocios son otra', decía.

Pasaba de a dos a tres horas en el Cementerio Central. Se sentía lleno de dicha por tener a una hermosa y joven florista de ojos verdes, uruguaya hasta la médula, como amante. No recordaba la última vez que tuvo a una exquisitez semejante en su cama: aquella trigueña, de pechos pequeños pero firmes, de pezones endurecidos y evidentes, de estrecho sexo juvenil se fue convirtiendo en su fortuna, en su único tesoro.

Pasaron los meses y contra todas las predicciones, Constanza continuó en el negocio de las flores ¡ahora hasta rosas azules vendía! Jorge había hecho todo tipo de malabares para extender su estadía en Montevideo, aquella, su ciudad. Estaba considerando incluso alquilar algún apartamentito, ¿en Buceo quizá?Sí, allí Constanza tendría otro cementerio y duplicaría su venta de flores con puestos clave frente a dos cementerios clave. Él la ayudaría y pagaría incluso el salario de algún empleado que pronto sería necesario. Lo tenía todo pensado, era algo que estudiaba a diario en sus visitas al Central.

Cierto día, Jorge volvió más temprano del cementerio, apenas si había estado media hora. Su mundo colapsó al ver a la florista a los besos con un veinteañero que subía a un coche deportivo, último modelo.
Constanza no hizo demasiado para arreglar la situación: se excusó, y mucho lo sentía pero estaba enamorada de Felipe, 'que siendo incluso mucho más joven que vos, Jorge, no es un hijito de mamá como vos, Jorge, que llorás todos los días a una madre muerta hace cinco años, que yo no, Jorge, que yo no quiero ser tu madre, yo quiero ser tu mujer ¡y qué mujer que soy, Jorge, date cuenta! Así ninguna te aguantará mucho, Jorge'.


El recepcionista, dueño de hotel y otrora consejero amoroso e informante, encontró a Jorge muerto en su habitación. Se había volado los sesos en el minúsculo baño, empapando en sangre espejos y azulejos.
Dejó una notita, como todo cobarde, que muere con palabras en la garganta. No podía, no concebía la vida sin Constanza, que, por fresca que fuere, era todo lo que tenía. 'Y que menos mal que mamá, santa ella, está muerta, salvándose de haber conocido así a tremenda arpía, que hizo de mí un suicida'.


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