Éramos tan frágiles de alma que cualquier viento fuerte nos alborotaba las emociones.
Y ahí corría yo a convencerte de que todo era posible si queríamos, sin reparar jamás en que vos nunca quisiste. Sin dudas, la peor omisión mía fue no ver que yo tampoco quise realmente; pero yo, que tanto voy de víctima como de mártir, necesitaba convencerte de que todas esas ideas mías eran también tuyas. La maldad más pura, así lo entiendo hoy.
Te mentí tantas veces que tus mentiras no me afectaban, no las sentía ni veía ni tocaba. Ellas, las otras, eran invisibles a mis ojos, aunque estuviesen con nosotros en nuestra cama, y bien sé que fue siempre la cama tuya o la cama del mundo entero, pero nunca la cama nuestra.
Así y siendo sorpresa para ambos, pasaron días, pasaron meses, terminó el verano y empezó el otoño, que luego terminó también. Al invierno lo sobrevivimos como a todos los inviernos, sin respeto ni decencia ni decoro, comiendo del negro huerto eterno de los excesos, lejos el uno del otro pero en la misma habitación.
No hubo cosa tan injusta, sin embargo, como tus celos irracionales. Ellos, los otros, que sí existían y cómo, jamás conocieron el manto macabro que pueden llegar a ser tus sábanas. Vos, malagradecido desde el nacimiento, nunca respetaste la nobleza que había en mi inmundicia.
Resulta más que curioso, después de todo, después de tus ellas y después de mis ellos, que aún nos mirásemos a los ojos y entonces, como si nada, llorásemos de amor.
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