Me acosté en silencio, sin decirle si debería irse o quedarse. Tal vez ese no era su momento, pero por sobre todas las cosas, quizás ese no era mi lugar.
Al otro lado de la ventana, alguien hablaba con otro alguien y para mí eso era un tormento; un testimonio de mis propios sentidos, de mis ganas reprimidas de ir más allá de esa habitación, de mi ayer y de mi entonces.
Ya no me hacía preguntas. No me cuestionaba siquiera el no dormir. En aquel preciso instante, formé parte de todo lo que existió y existe. Así, falta de sentido y exiliada de la vida, rompí en un llanto ni triste ni amargo ni desesperado: un llanto que era simplemente llanto.
Él no se movió ni lo haría. Él ya no tenía motricidad propia. Su organismo respondía a estímulos distintos y ajenos a mí. Hiperventilaba. Tal vez yacía inconsciente. Y yo a su lado: tan viva, tan despierta, tan hipotensa. El asunto es que por algún motivo y de alguna manera, los dos estábamos en la misma cama, en la misma mugrienta habitación, en el mismo lecho inerte en el que se revuelcan los amantes sin alma.
Él. Yo. Yo. Él. No seríamos 'nosotros'. La primera persona cogiéndose a la tercera persona. Punto. Y sólo 'punto' porque éramos demasiado cobardes para ser 'punto y aparte'.
Quise gritar, luego quise fumar y más tarde se me antojó un café. Era de noche, y, a mis ojos, esa noche no era más noche que la anterior ni sería más noche que la siguiente. Era una simple noche, sólo que él estaba a mi lado, semi - vivo, semi - allí, semi - todo.
Yo, literal y simbólicamente desnuda, quise - no lo niego- quererlo un rato. Quise quererlo más que a nadie, pero no tardé mucho en recordar que eso de 'querer querer' es algo que me pasa a menudo; así que permití que mi capricho amoroso siguiese de largo por esas sábanas blancas - que en realidad no eran blancas, pero así las quiero recordar. La habitación de aquel hotel tampoco era verde, pero verde será a mis efectos.
Hubo otros días, sin embargo. Los días de las noches que siguieron a esa noche. Él me miraba desde alguna pared, desde algún rincón, desde algún deseo oculto. Él me miraba y se escondía, se reía y se burlaba desde mi armario. Sentía sus tripas rugir, sentía sus latidos en mi cabeza, lo sentía inhalar.
Pero el problema no fueron los días, sino las noches. Su cuerpo todo se apoderaba de mi mano y se ubicaba en mi Venus, frotándose, frotándome.
Y así, hora tras hora y en el correr de las semanas, aquella noche ya no fue una noche simple ni una simple noche, aquella noche fue una noche en particular en la que una ausencia se convirtió en presencia, y esa presencia no fue digna de ser encontrada, ni mucho menos recordada.
Así, hora tras hora y en el correr de las semanas, quien les escribe se hizo poeta, y él, duro como un muerto, se convirtió en un verso infinito.
Me encantó Pris! Sos una genia!!
ResponderEliminar¡Gracias, bella!
ResponderEliminarSin palabras. Muy bueno
ResponderEliminar¡Mil gracias, de corazón!
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