Acongojada, estúpida y malcriada por mis propios sesos, callo, me mantengo serena y en aparente alegría. Esta sonrisa que me duele y desgarra mis mejillas contenta a los espectadores, los satisface.
¡Frío hierro en mis sienes procuro! La mala intención de la luz, la crueldad del espejo. Esta rutina que me arrastra hasta su punto más sangriento y crudo, un mundo ebrio que me destierra casi, que me destierra apenas.
En medio de una metamorfosis liviana, me tiemblan las manos ¡quiero arrancarme el alma, quiero calmar mi pecho! Morir de placer y no de vacío ¿cómo no tentarme, cómo no tentarnos todos, cómo no hablar a lengua suelta de esta tentación?
Ya entre los otros, entre los fríos, me alivio y te miro desde otro lado. A todos los miro como son y no quieren ser vistos: desnudos, frágiles, sin erecciones que presumir, a cara lavada, sin nada más que sus cuerpos, que siempre son muy gordos o muy flacos.
Y allí, entre todos ellos, me sigo viendo -aún muerta- reaccionando por las mañanas. ¿Quién, sino yo misma, puede detener el castigo infame de mi propia vida?
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