Me dio, porque quiso y se le antojó, la llave del agua.
Desde ese día, despertaría cada mañana vestida de azul. Y si despertase en la noche, también de azul vestiría. Cambiaba el modelo, jamás el color.
Él nadaba hacia mí y me preguntaba '¿cómo? ¿aún no te enamoraste?' y yo le decía que sí y que no, o eso que contesta uno cuando te preguntan cómo estás, y uno no quiere decir que está bien, aunque tampoco quiere admitir que está mal. Yo le respondía todos los días con el 'aquí ando' propio de la apatía.
Él nadaba, caminaba, volaba y levitaba. Yo, en el agua, no tenía alas ni escamas, pero él tenía todo lo que yo había deseado, y sobre todo, lo que alguna vez necesité.
Un día le dije que quería volver a casa y sonrió. Aparentemente, nadie nunca ha deseado salir del agua. Me tomó en sus brazos y me arrastró hacia lo profundo. Un poco más, no mucho. Me dijo que tal vez allí lo entendería; allí, en lo profundo, yo lograría ver lo feliz que era y sería capaz de comprender que lo tenía todo.
Mis vestidos ya no eran azules, sino negros, y creo que no eran vestidos. Mi rostro no era el mío, y mis manos tenían arrugas y venas prominentes.
Desde mis sienes, me invadía un hormigueo fuerte y constante, que no me permitía escucharme con claridad.
Me dejó allí muchas noches, y aprendí a no comer, o a comerme a mí misma. Me devoraba los muslos, las costillas, los senos.
Había electricidad en el agua, y humo. Hacía calor y frío simultáneamente.
Una noche -o quizá era día, pero me gusta creer que fue de noche y que la luna era menguante - apareció de la nada, sin nadar creo yo. Me preguntó otra vez si ya me había enamorado, de quién y por qué no estaba él conmigo.
Nuevamente le respondí que sí y que no, que quizá no era muy alto, pero que era bueno y que tenía una hermosa sonrisa, que estaba conmigo pues me lo había comido, pero que aunque lo había esperado no había llegado. Eso le contesté y comencé a llorar.
Lloré tanto que se dignó a abrazarme.
Desperté serena y desnuda en el vientre de mi madre.
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