martes, 24 de febrero de 2015

Los gatos.

Él escuchaba la Sinfonía No. 7 de Bruckner y pretendía, con lentos y torpes movimientos – de esos que provoca el frío- encender un cigarro. Él, que procuraba respetar las reglas, fumaría dentro de la habitación. Él, hoy, sería distinto. Él, hoy, sonreiría.

Ella iba por su segundo vino – su segunda botella de vino – y cantaba, en el pésimo francés que tanto la avergonzaba, “Non, je ne regrette rien”. Recordaba su última semana en París, cuando intentó ser turista y pagó diez euros por un café aguado en un puesto callejero cerca de Montmartre. Apoyó su copa en una pila de libros que descansaba sobre el piso. Las lágrimas, cargadas en rímel, dibujaban surcos negros en sus mejillas. Non, rien de rien.

Alemania era poderosa, gélida, encantadora. Alemania era, sí, una versión poderosa de ambos. Lejos había quedado el país donde habían nacido, que era (no casualmente) el mismo. Nunca lo cargaban consigo, apenas si lo nombraban. Muy lejos estaba aquel país que “parece más pequeño de lo que es porque está entre dos gigantes, pero duplica el tamaño de Austria’’.

Tocaron su puerta, la suya, la de ella. Secó su llanto con la manga de su camisa, que no era suya, sino de él. No era suya pero lo sería por derecho, por usos y costumbres. Abrió. Era Karl.

- Temperaturas bajo cero y tú de camisa – observó Karl, en excelente Español.
- He estado en sitios más fríos.
- Supongo que no te refieres a puntos geográficos.

- Me refiero, entre otras cosas, a puntos geográficos.

Rieron. Karl se sentó en el sofá y brindaron con cerveza.

- Piaf no es un buen síntoma ¿verdad?
- Piaf – contestó ella – es lo más optimista que ha pisado Europa. Después de mí, claro está.
- Después de ti antes de llorar.
- ¿Viniste a analizarme, Karl? No es buen día – dijo ella, con hartazgo anticipado.
- ¿Hace cuántos días no es un buen día? - insistió él.
- ¡Tenía que haber adivinado las verdaderas intenciones de la cerveza, amigo!

La gata se sentó en su falda, olía su camisa. El gato caminaba impaciente, como si no quisiese estar en esa habitación.

- Yo me acercaba a su cuello – confesó ella, con lengua inepta – no para besarlo, sino para olerlo. Me gustaba su olor. Al final lo besaba sí, pero sólo porque mis labios lo rozaban involuntariamente. Mi nariz no es tan grande – bromeó, mientras disimulaba en vano una lágrima.

- ¿Lo amas? - preguntó Karl, pasándole un pañuelo.

- Gracias. Pues fijate tú – el ‘tú’ le costaba mucho, dado su país de origen – que yo creo que uno ama siempre. A veces, uno ama un poco más. Fue sólo eso, Karl. Fue un simple ‘un poco más’.

- No te creo. ¿Me amas a mí, por ejemplo?

- ¡Claro que sí! - contestó, al tiempo que largaba una carcajada.

El cuarto cigarro ya no sabía a nada, pero él se había acostumbrado a que ni el dolor doliese. Bruckner llegaba al éxtasis y él, adormecido, seguía sonriendo. Pensó en ella, pero por accidente.
Descartó cualquier posible sentimiento, él podía hacerlo. ¿Ella no? Pues ése era entonces su problema, no el suyo. Ella se iría y él tal vez la recordase; no se lo negaba a él mismo. Prefería pensar en los gatos, porque los gatos jamás le cuestionaban nada. Ella era emocionalmente violenta, visceralmente ruidosa. Ella se iría y él volvería a estar con los gatos, sólo con los gatos, que al igual que él, la querían. Ella se sentía cómoda con los gatos, porque los gatos jamás se cuestionaban nada.

Karl chequeó el reloj y la miró con apuro.

- Tu vuelo sale de Munich en cuatro horas, ya deberíamos estar en la estación de tren.

- Dame cinco minutos, Karl.

Karl salió de la casa con su equipaje y la esperó en el auto. Ella se vistió rápidamente con lo que había apartado (y con la camisa de él aún puesta) y tomó a los gatos, que la seguían ahora en cada movimiento, como intuyendo lo obvio. Los besó, los abrazó y lloró. Aún después de cerrar la puerta, los vio a través del vidrio. Se alejó un poco y miró la casa por última vez. Subió al auto y sólo entonces él salió de su habitación, que apestaba a humo.


Non, rien de rien.


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