Sentía por él lo que se siente por la ropa que no se usa pero que no se tira tampoco. Él dormía y yo fingía dormir - me enteraría luego que su sueño era también fingido: hablamos de un hombre sensato.
Nuestras cuerpos desnudos se fundían en un azul infinito (como todos los azules) y yo intenté un abrazo. Apoyé mi mano sobre su espalda fría y conté tres lunares que podían ser pecas grandes o antojos de una madre supersticiosa. Bien podrían haber sido cientos y no tres. En esos cálculos estaba yo cuando me vi.
Me acerqué y me senté en su cama, junto a mí. Sonreí y jugué con mi pelo.
- ¿Cómo estás? - me pregunté.
- Tengo frío - me dije, sin mayores sobresaltos.
Nunca supe - nunca supimos, si nos referimos al momento que nos convoca- contestar tan común pregunta. Supongo que porque la respuesta es larga y sé que la gente se aburre fácilmente.
Yo seguía sentada y yo seguía acostada, pero ya no sentía frío.
- Si pudieras ¿lo querrías?
- Si pudiera, le prepararía el desayuno.
Ambas reímos a carcajadas. Temí despertarlo (temí yo) y ahí me percaté de que éramos una, pero éramos dos. Yo era yo, pero también era ella.
Ella - más ella que nunca, tan ella como pude ser - rodeó el lecho, que ahora simulaba un océano, y lo examinó. Ella lo veía (adiviné) por primera vez. Adiviné también que me haría más preguntas: ya éramos tres.
- ¿Por qué no lo querés?
- ¿Debería?
- No sé. Supongo que sí. Aunque quererlo, debo admitir, sería tan condenable como no quererlo en absoluto.
Calló.Imagino, porque sus propios pensamientos y especulaciones respondían lo que yo no.
- ¿Cómo lo vas a recordar? Porque lo vas a recordar ¿verdad?
- Sí - le contesté, casi interrumpiendo - lo recordaré como se recuerdan a los veranos ¿Viste que a los veranos se los recuerda como si no hubiesen sido realmente? Bueno, así.
Sentí más confianza de la debida. Después de todo ella -yo- estaba ahí conmigo, y había llegado ahí como los sentimientos: burlando la razón. Ante un silencio que interpreté violento, continué la conversación.
- ¿Viste lo que es esta cama? Es rara... siento que me voy ahogar en ella, que me tragará. Es como si estuviera viva o comiese vidas. Aunque no es sólo la cama, es la habitación, pero la cama por sobre todo.
- Tiene los ojos tristes - comentó, como exigiendo de mi parte una explicación.
- Como su pasado - respondí - y probablemente como su futuro.
- ¿Y?
Noté que ya no hablaba: increpaba, acusaba, violentaba. Preferí ignorarla y ensayar una respuesta que la satisficiese.
- Los hombres tristes no saben amar. Lo supieron en el pasado, antes de ser tristes. Ningún hombre nace triste. La vida y el amor los entristece, los empequeñece, los avejenta, los aísla. Sobre todo, los automatiza. Todo comienza a ser mecánico y extremadamente racional.
Sonreí. Supuse que mis palabras la habían abrumado o que, en la más optimista de las posibilidades, no le hacían sentido.
- No te explico para que me entiendas - agregué - sino para que te resignes.
No sé cuánto tiempo permanecimos en silencio, quizás - y es muy probable- hayan sido fracciones de segundo.
Se alejó de la cama. Imaginé un extenso sermón, pero bastó una mirada para comprender que se despedía. Sólo una pregunta aventuró antes de irse para siempre, para el siempre de los ilusos: 'y vos ¿por qué estás triste?'.
Me di media vuelta para encontrarme de cara a la pared, y creo recordar una ventana, una isla. Él me abrazó, me acercó a su cuerpo. Me percaté de que éramos dos, pero éramos uno. Yo era yo, pero también era él.
"Si yo pudiera como ayer querer sin presentir..."
ResponderEliminarExcelente.