Y conmigo, le dije, la cama también es un confesionario
y hasta un ataúd si se quiere
el reposo del morbo y de las ruinas del deseo
el lecho en el que leo a Dostoyevski mientras sueño que muere la existencia insípida de los grandes hacedores de cosas.
El traficante de placer no es ni santo ni pecador
y sus pestañas son en verdad espinas
y su boca... ¡joder! besa a la moderación que se desgarra de todo, menos de amor.
Yo - tranquila y lejana - no juego con fuego
pero el traficante sólo me gana en el ajedrez.
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