Caía a mi cama con el peso de una roca. Me molestaba su respiración; su existencia. Él jugaba a creer mis mentiras y yo (sin dudas, la más ingenua de los dos) seguía mintiendo a pesar de mí misma. No lo quería y sin embargo, no lo dejaba de querer. Vacío, promesas, simulacro. En algún momento, todo sería más de lo que en efecto era y eso nos consolaba a los dos.
Quise que funcionara. Y en ese baile de malabares e intentos se tejieron costumbres y amigos en común. Quise que funcionara y quise separarme sin pasar por la separación. De noche lloraba y de descubrirme, le regalaba una carcajada. La nada misma tenía más sentido que nosotros; perversos y en carne viva, que hablábamos de cine y de París.
En un cigarro, en una mueca y en una excusa yacía un adiós prematuro y virgen que él vio venir. Me preguntó por vos ¡le era tan importante saber si eran ciertos los rumores de vos, las intuiciones de vos! Te negué tantas veces - desubicada, falsa y frágil.
Insistí en volver sola, sin paraguas. No supe a dónde ir, no tuve en claro el camino. Cuando abrí tu puerta, ahí estabas: eterno, delicioso y bastardeado por una vida inmunda que te trajo a mi vera. Te hacías el dormido y fue esa noche misma cuando empecé a jugar que te creía.
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