martes, 10 de marzo de 2015

Lo indecible.

La escritora armaba a su personaje femenino que, lejos de ser 'La niña de Guatemala', debería morir de amor. La armaba y la desarmaba, como hacen todos los escritores cuando juegan a ser el dios de seres que no existen. La escritora sonrió: recordó haber dicho algo por el estilo en alguna entrevista.

'Debe morir - pensó - porque no soporta la ausencia del hombre que ama. No soporta tampoco su presencia y ni siquiera sabe si lo ama'. Es evidente que todo ello sería mortal, lo supo siempre.

'¡Qué curioso - pensó la escritora- que necesite justificarme su muerte! ¿Por qué no la puedo simplemente matar?'. Lo mismo se cuestionaba su personaje femenino, no entendía por qué no podía arrancarse a ese hombre, a ese vil hombre por el que mataría ¿quién era él? ¿quién había sido ella después de él?

La escritora reparó en el mundo más allá de su ventana. No identificaba ningún rostro. Los transeúntes se le antojaban viejos y cansados. Ella escribía, llena de vida para ella, para todos sus personajes, para todos sus mundos. Cerraba los ojos y se imaginaba ser más extranjera de lo que era, se veía como un ser de otra tierra, alguien tan ajena a todo como le fuese posible. Vio a un niño bailando y fue como verse a ella, a ella y a Fabiana, que fue su primera instructora de ballet. El niño se percató de que era observado y rió. También rió la escritora y volvió a sus papeles. Tomó vino.

'Debe morir porque no soporta tanto dolor dentro, porque se ha perdido, porque ya no es ella. Porque sólo puede hacer nuevos amigos: los de antes la desconocen. ¿Quién era ese hombre al que protegía y apuñalaba? ¿Quién era ese hombre que, hiciese lo que hiciese, jamás podría amarla?'. El personaje femenino y el masculino habían tenido alguna historia poco clara (¿acaso no lo son todas?) también en una tierra lejana, lo que dificultaba el olvido y obstaculizaba la vida. Borrarlo a él era burlar la geografía, era borrar los mismísimos mapas.

'Debe morir - pensó la escritora- porque apenas si duerme, y duerme sólo para soñar con él, para verlo alejarse, lo sueña sin ella, lo sueña despreciándola, lo sueña riéndose de ella, juzgándola, en fin, matándola. Debe morir - pensó la escritora - o caso contrario, él la mata'.

La escritora tarareaba una melodía eterna, gris como la ciudad que habitaba. Miró unas cartas, eran unas cuantas. Las comparó. El remitente había sido galante y atento al principio. Supuso, dado la frecuencia con la que había recibido correspondencia, que le había escrito casi a diario. Las cartas se hicieron menos frecuentes y el lenguaje cambió. Se hizo frío y distante y un buen día simplemente dejó de recibir cartas.  Leyó reproches que no comprendió, que le eran absurdos. Cuidadosamente, la escritora colocó sobre la mesa la primera y la última carta, una al lado de la otra. Lloró hasta quedar dormida. Tres horas después despertó violentamente: el remitente, en sueños, se alejaba y se reía de ella,  le contaba que había al fin conocido a una mujer de verdad. 'Por suerte - pensó la escritora- nunca lo amé'.

'Debe morir porque no hay escape: de nada sirve jamás volverlo a ver, el daño ya estaba hecho - pensó la escritora. Quizás en volverlo a ver estaba la respuesta, en hablar, en saber qué pasó'. Pero la escritora sabía que el remitente no daba explicaciones.
'El personaje masculino - pensó la escritora - creía que lo que el personaje femenino sentía por él no era sano, que ella estaba fuera de sí, que cualquier cosa que le sucediese - pensó la escritora - nada tenía que ver con él, sino con su misma naturaleza salvaje e irresponsable, con la propia desidia constante del personaje femenino'.

La escritora se preguntó si el remitente sabría lo que había causado en ella. El escritor masculino, por su parte, estaba muy al tanto de los sentimientos del personaje femenino - y los aborrecía.



El personaje femenino - se decidió por fin la escritora- murió un martes -al igual que la escritora - y, por increíble que parezca, del mismo modo, en el mismo sitio, a la misma hora. Ni el personaje masculino ni el remitente se enteraron jamás.